12.-LA MUJER  NÓMADA Y LA NIÑA. 4 Julio 2010

Ganzi: Ciudad situada entre montañas, con unos monasterios soberbios y de fondo picos nevados de más de 7.000 metros. Un marco incomparable.

Miles de comercios chinos, pero presencia destacada de tibetanos. Fundamentalmente nómadas, de distintas etnias y tribus.

Ha amanecido un sol descomunal. Un cielo impecable e implacable… y un calor de justicia. Nos lanzamos a pasear un rato por la ciudad y aventurarnos a desayunar en un chino. Me sorprende  que a pesar de ser garitos realmente pequeños y espartanos, la cocina está en todos impecable. Cocinan a la vista y he de reconocer que, a pesar de las salsas y otras cosas que no sé identificar, la elaboración del alimento es correcta, son limpios y eficaces. Nos da por pedir huevos revueltos con tomates y setas. Delicioso, sobre todo en ese entorno privilegiado de ver pasar un desfile de nómadas que vienen a la ciudad a comprar ropas y alimentos. Todo un lujo y un espectáculo. Aunque nos sorprende la enorme cantidad de mendigos, gentes disfrazados de monjes mendigando, otros con menores, etc. Repitiendo con insistencia “GUCHI, GUCHI…” (por favor, por favor) solicitando limosna. Extraño en un país budista donde no proliferan los mendigos.

De media, el desayuno, almuerzo o cena nos cuesta 2 euros en total… Es lo mejor del Tíbet. Que cambias 500 euros y te da para  dos semanas o más… Eso sí, si no eres muy exigente. Con lo cual, compensa bastante la fatiga, el desánimo de algunos días e incluso los inconvenientes de salud.

Nos hemos metido en un garito tibetano donde había dos familias nómadas comiendo y un monje. El local, pequeño, simple pero con una atmósfera impresionante por el personal del interior.

A un lado, el monje, con su túnica de color naranja,  sonriente, sereno e imperturbable. Enfrente  de él, cuatro adultos y tres  niños.

Dos mujeres discretas y  dos hombres de aspecto recio, mirada fija, serios, pelo negro azabache revuelto, vestidos de forma tradicional y sencilla. Ellas, jóvenes, de piel blanca y carrillos rojos curtidos por el viento, el frío y el sol que azota el Techo del Mundo. Los dos niños, poco aseados pero encantadores, tranquilos, tímidos y curiosos. La cocinera, una tibetana recia, sonriente y afable, y la camarera, otra nómada auténtica. Mujeres femeninas y fuertes. Y nosotros dos, con nuestras mochilas, la ropa algo sucia de polvo y barro, sombrero y gafas, apareciendo en el local como dos extraterrestres que acaban de aterrizar en otro planeta. La familia se queda mirando con la boca abierta. Nosotros a ellos también. Y no me puedo resistir. Saco mi cámara, la enseño y enseguida salen las sonrisas…

Y te emocionas. Y empiezas a hacerles fotos y a filmar. Se quedan con ojos como platos cuando se reconocen en la cámara. Profundamente agradecidos por darles la oportunidad de verse por primera vez en sus vidas en una cámara, y por ser la primera vez tal vez que se acercan a unos extranjeros. Y bueno, no saben, que los agradecidos somos nosotros por permitirnos entrar en sus vidas e invadirlos con nuestras cámaras durante unos minutos.

Los tibetanos tocan mucho, sobre todo las manos, nos miran la piel con vello, ellos no tienen, y las mujeres no se cortan un pelo a la hora de levantarme las mangas de la camiseta para ver los tatuajes, los tocan, casi los acarician. Son un pueblo de contacto físico. De hecho, cuando les tocas las manos sientes calidez.  

Pasamos un buen rato con ellos sin apenas pronunciar palabras. Hacemos fotos a los niños, se las enseñamos, reímos, jugamos con los pequeños, el monje sin pestañear pero sonriendo. La camarera sirviendo y nosotros pidiéndole que posara. Todos sonriendo en todo momento. Gente humilde, sencilla. En sus ojos está reflejada la dureza de la vida nómada, con el frío, el calor, vivir en una  yurta (tienda nómada tibetana).

Las mujeres, como en muchas partes, cargan con las tareas más duras y todo lo relacionado con la casa, el ganado, la compra y los hijos. Los hombres, rudos, “cabalgando las praderas” (como casi siempre).

La mujer tibetana vive su pequeño drama. Lo sé de buena tinta por mi colega que tiene buena relación con ese mundo. Se las ve muy machacadas, siempre caminando detrás del hombre, con el niño a la espalda y rostro de fatiga. Los hombres suelen ser muy rudos en el trato. Las mujeres en ocasiones son maltratadas y forzadas. Ya os lo podéis imaginar.

El caso es que me parecieron todos encantadores, especialmente los niños y las mujeres. Los hombres algo más toscos, distantes.  No tenían lugar donde les pudiéramos enviar las fotos, no viven en lugar fijo,  así que nada. Se resignaron con toda la naturalidad del mundo y con una sonrisa.

En un momento dado, una de las mujeres, la más joven, me muestra a su hija de uno o dos años y me hace una señal. Ya un poco más seria. Intuyo lo que me quiere decir, pero me resisto a creerlo. Miro al monje, y le pregunto que qué me quiere decir. El monje me contesta con tranquilidad que si me gustaría llevarme a su hija a mi país… Le digo que me lo repita, y me lo confirma. Me quedo “a cuadros”. Me insiste. Le digo al monje que si es de verdad y me dice que sí. Se me hace un nudo en la garganta. Y le digo que es imposible, que ya me gustaría si no hubiera que hacer nada más, ni más trámites. Me la llevaría sin pestañear. No hubo más gestos ni palabras.

Supongo que no es que no la quiera… Supongo que esperan que dadas sus circunstancias, esperan como sea un futuro mejor para su hija, y saben que, de cualquier manera, un futuro mejor está fuera de allí. Allí todo es tremendamente duro y hostil. Las caras, a pesar de las sonrisas, son serias con una mueca de desgarro y resignación, sobre todo los rostros de las mujeres.

Pagaron, se pusieron los sombreros y les pedí hacer una última foto. Pues no podré olvidar nunca a esa niña. No supe qué más decir. Me quedé en silencio, como ellos. Pero les hice la foto y se marcharon a seguir luchando para salir adelante. Así sin más se fueron, sin mirar atrás.

Y se me humedecieron los ojos y una sensación de tristeza me bloqueó la garganta. Sentí como se me inflamaron los párpados y brotaron lágrimas internas. No era plan de soltar una lagrimita allí, así que aguanté el tirón. Y sentí impotencia, rabia, tristeza y resignación por lo dura que es la vida para muchos en otros países.

Me sentía, en definitiva, un poco mierda…

  1. sabina says:

    que unos lleven una vida tan dura y tengan tan poco y otros lleven una vida más cómoda y tengan tanto es injusto, pero no necesariamente el que tiene es culpable…